martes, 9 de abril de 2013

Uno a la Vez.

El gobernador romano se puso de pie frente a cuarenta soldados pertenecientes a la llamada
legión del Trueno. Con voz áspera les gritó: "Les ordeno que adoren a los dioses romanos; de lo
contrario, serán degradados y castigados".

Los cuarenta creían firmemente en el Señor Jesús. Sabían que no debían negarlo ni ofrecer
sacrificios a los dioses romanos. No les importaba lo que dijera o les hiciera el gobernador romano,
estaban dispuestos a mantener su fe.

Candidus uno de los cuarenta habló por todos: "Nada nos es más sagrado o digno de mayor honra
que Cristo, nuestro Dios". Para el gobernador aquello era insólito, había visto a muchos cristianos
que marchaban al sacrificio entonando himnos, pero nunca se había dado el caso en que parte de
una legión romana se declarara incondicionalmente cristiana. Se había oído de conversiones de un
individuo o dos, pero esto era casi la mitad de una centuria. Tenía que detener esto, de lo contrario,
toda la legión podría “contaminarse”.

El gobernador cambió de táctica. Primero les ofreció dinero y honores imperiales. Después los
amenazó con torturas, con el potro (forma de tortura en la que la víctima es sujetada de tobillos y
muñecas y halada hasta dislocarle las coyunturas) y con quemarlos vivos. Candidus respondió:
"Usted nos ofrece dinero que al morir se queda y nos ofrece gloria que se desvanece. Quiere
hacernos amigos del emperador pero para hacerlo debemos volverle la espalda al verdadero Rey.
Lo que nosotros deseamos es la corona que el Señor Jesús tiene para nosotros. La gloria que
buscamos es la del Reino de los Cielos. Los honores que ansiamos son los que vienen de Dios”.
“Usted le llama crimen a nuestra fe y nos amenaza con horribles tormentos, pero no va a lograr
atemorizarnos, no nos va a hallar debilitados ni desesperados por conservar la vida. Estamos
preparados para soportar cualquier clase de tortura por el amor y la lealtad que le debemos a Dios".
El gobernador estaba enfurecido y quería darle muerte a todos. La muerte que les tenía preparada
era una muerte lenta y dolorosa. Primero, los soldados fueron despojados de toda su ropa, luego
los echaron a un lago de aguas congeladas. Alrededor del pequeño lago puso soldados para
asegurarse que ningún hombre escapara.

Los cuarenta se animaban unos a otros como si fueran a entrar en batalla y decían:
"¿Cuántos de nuestros compañeros vimos caer en el frente de batalla, siendo leales a un rey
terrenal? ¿Será posible que no ofrendemos nuestra vida al verdadero Rey? ¡Oh guerreros, no
demos la espalda a la batalla contra el diablo, no desmayemos!"

Así, dándose ánimo unos a otros, pasaron toda la noche soportando el dolor, regocijándose en la
esperanza que pronto estarían con el Señor Jesús su Salvador.

Para aumentar el tormento de aquellos cristianos, el gobernador mandó a colocar baños con agua
caliente alrededor del lago y les decía: "Pueden salir del hielo y darse un baño bien caliente, lo
único que tienen que hacer es renunciar a su fe". Al cabo de unas horas, uno de los cuarenta se
dio por vencido. Salió del hielo y caminó hacia uno de los baños calientes.
Uno de los guardias que estaban alrededor de la playa viendo al que desertaba, se quitó la
armadura, se quitó las ropas y dejando las armas y su casco se unió a los treinta y nueve, tomó el
lugar del traidor. Todos se sorprendieron por lo súbito de su conversión. Con total resolución corrió
hacia el centro, hacia donde estaban muriendo de frio los treinta y nueve, mientras corría gritaba:
"¡Soy Cristiano, Soy Cristiano!".

Por aquel tiempo muchos se preguntaron: ¿Por qué un soldado joven y bien entrenado había de
seguir a 39 condenados a muerte? Este hombre estaba en lo mejor de su vida, ¿por qué unirse a
ellos en la muerte?. La respuesta sólo la conocen quienes se han decidido a seguir a Cristo sin
importar lo que suceda.

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